lunes, 3 de junio de 2013





Casa de la mirada




Tu mirada teje y desteje los hilos de la trama del espacio,

tu mirada frota una idea contra otra y enciende
 una lámpara en la iglesia de tu cráneo.
O. Paz

Cuando quiero mirar nuestro mundo con los dos ojos,
lo que percibo son dos mundos superpuestos:
uno luminoso y claro, sorprendentemente nítido;
el otro impreciso y sutilmente sombrío.

Kenzaburo Oé



Mirar es asomarse al mundo: buscar los códigos que lo descifran, encontrar espejos: ahí donde se detienen los ojos, está nuestro reflejo. Somos lo que miramos. Miramos lo que somos. Ventana y espejo es la mirada. Intensión y percepción, elección y azar. 

De todas las imágenes que el azar nos ofrece uno elige en cuál detenerse, cuál guardar en la memoria, cuál ignorar. Los ojos son reflejo de aquello que nos mueve: muestran los paisajes interiores y develan aquellos que han absorbido del exterior. El ojo es una lente que enfoca y registra, que amplifica y proyecta. Pero no son sólo los ojos nuestro instrumento, miramos y proyectamos con todo el cuerpo: el tacto, el oído, las vísceras, el cerebro, y las emociones; percibimos y procesamos todo lo que vemos a partir de nuestros conocimientos e ideas previas, de nuestros sentimientos y estados anímicos, de nuestra cultura. Miramos lo que nuestra perspectiva nos permite y todo lo que miramos traza nuestra perspectiva. Pero este puede ser un círculo muy estrecho si no permitimos que la realidad extienda nuestro horizonte. 

Mirar es un acto personal, íntimo y, sin embargo, cobra sentido cuando se contrasta con el otro, con lo otro, cuando se descubre hasta qué punto la nuestra es una mirada propia y cuál es nuestra distancia frente a aquello que se observa. Pero mirar es también un acto de comunicación, con uno mismo y con los otros, con el entorno. Las imágenes entran, nos trasforman y, si tenemos suerte, las devolvemos al mundo transfiguradas: hechas palabras, objetos, sonidos que comunican el paso de la imagen por nuestro cuerpo, nuestras emociones, nuestra mirada. 

En un objeto está impresa la huella de la mirada de quien lo creó. 

El fotógrafo, el pintor, el poeta crean espejos múltiples: en cada obra se puede advertir el suyo y el de todos los que la observan. Un caleidoscopio de vidas, tiempos, intereses, puntos de vista, emociones imposibles de descifrar en su totalidad. Y esto nos lleva a otro aspecto central: la realidad no puede conocerse, observarse como un todo: sólo vemos partes, pequeñísimos y obsoletos fragmentos de la realidad en movimiento. 

La mirada es parcial, fragmentada, cambia con el tiempo: no sólo porque el entorno se transforma y proporciona distintos estímulos y patrones visuales, sino porque, ante todo, la mirada cobra sentido en el proceso de percepción, y la percepción está condicionada por la historia, la nuestra, personal y social, y la propia del entorno, la historia social, artística, universal. Nuestra forma de mirar está cercada por contextos históricos y culturales: tanto aquellos que dieron origen al objeto que se mira como los que determina el ángulo del observador, su entorno social, sus conocimientos, su capital cultural, todo lo que Gadamer llama “horizonte de perspectiva”. Pero no se trata de una visión historicista del proceso sino, como bien lo señala el propio Gadamer, de un diálogo entre el objeto y el observador, un diálogo que no admite imposiciones, el vértice donde se fusionan los horizontes de quien creó la obra y quien la percibe. Al interpretar se puede correr el riesgo de imponer un criterio, una idea, llenar la vasija, que en un primer acercamiento nos parece incomprensible, con contenidos legibles para nosotros. En este sentido, el camino de la mirada a la obra, del objeto o a la reflexión, no debe detenerse en la interpretación, incluso me atrevería a decir que debe evitarla si ésta le obstruye la visibilidad. Interpretar es llenar los espacios que son ilegibles para nuestro entendimiento inmediato con ideas y conceptos que nos son familiares. El proceso puede ser útil en la comprensión de lo observado, pero sólo hasta cierto punto. La mirada, si interpreta, no está libre, lleva los anteojos de nuestros prejuicios, nuestro lenguaje donde nos sentimos cómodos, desde donde podemos observar y juzgar todo. El objetivo de una obra de arte no es interpretar la realidad -para eso están los sociólogos, antropólogos y científicos-, su misión, si es que tiene alguna, es transfigurarla. 
Hablar de la mirada del otro es un acto voyeurista. Espiar lo que observa, los ángulos donde elige sentar sus ojos, donde los oculta, es pretender descubrir los entrepaños de sus motivos, las migajas de pan que guían sus pasos. Si es posible, vislumbrar su horizonte de perspectiva.
            Reflexionar sobre la mirada de uno mismo es un acto de prestidigitación, es entrar en una casa de espejos donde corremos el riesgo de perdernos entre nuestros reflejos infinitos. Mirar lo que miramos desde el cerco de nuestra propia mirada no puede ser un acto objetivo pero, quizá, útil en la comprensión de nuestras búsquedas.
            La fotografía, como todas las artes visuales, es una forma de hacer consciente este proceso. Así, pienso en lo que veo a través de la lente. Hago muchos acercamientos que muestran texturas, rasgos, la materia de los objetos. Pero sobre todo formas: las evidentes y las creadas, las formas abstractas que guarda la naturaleza, los utensilios cotidianos; me interesa descubrir los múltiples perfiles y grafías contenidas en un objeto, un edificio, una roca a partir de ángulos y juegos de líneas y sombras.
            En la escritura, mis tomas frecuentemente son también acercamientos: amplifican detalles, escenarios, personajes y emociones, cuentan historias breves con la mayor economía de recursos posible. Me interesa particularmente el manejo del lenguaje, sus formas, las imágenes que puedan crearse con él. Intento que mi prosa sea plástica: con texturas, contrastes, colores. La mirada de quien escribe se puede descubrir no tanto en los temas como en su tratamiento, en el punto de vista, el ángulo de las historias, las manías y aversiones que desarrolla en los personajes, el tipo de figuras retóricas, las metáforas que elige, incluso en el ritmo: la perspectiva también está en el oído. 
            Al escribir un cuento es común que se piense cinematográficamente; yo lo hago de cerca: sigo a mi personaje con una cámara sobre su hombro, veo y registro ciertos detalles, gestos, movimientos; la toma casi nunca es panorámica. La idea es dejarle al lector que entre en ese ojo, que vea lo que el personaje mira, y si logro que al final de la historia se quede mirando el vacío en el nido de un muro, de un cristal o del techo, habré hecho algo bien. Como lectora busco eso: que el texto me sorprenda, que las palabras sean flechas que por instantes suspendan el tiempo, que nos hagan salir de las páginas y ver en el aire lo que dicen. Tantas cosas que se encuentran al no mirar nada, al traspasar el horizonte y dejar la vista suelta vagando por el infinito.